Wednesday, May 31, 2006

CAPITULO XVIII "Los herreros, artesanos del tiempo"

Debido a las características de las instalaciones de la Planta, con su alarde de maderas, amén de su antigüedad, era imprescindible confeccionar a mano, diversos elementos de hierro. Para tal efecto, en cada taller había herrerías, a fin de mantener ese rubro en óptimas condiciones. Servían en esos talleres, unos maestros herreros que eran verdaderos artífices, que conocían todos los secretos de su profesión, y estaban capacitados para fabricar, desde una herradura, hasta una delicada herramienta.
Sus cualidades personales parecían ser producto de una forja, porque noble y generosa era su condición. Bien dotados físicamente, con una musculatura que envidiaría un atleta; era un espectáculo verlos trabajar y manejar con tanta destreza las variadas estampas, tajaderas y cortafríos. Les brillaban los ojos y la piel, como consecuencia del calor que irradiaban las grandes fraguas. Nos imaginábamos ver a Vulcano, pues cuando se encolerizaban, parecían un dios del fuego. En general, el temperamento de estos modernos vulcanos, era algo tornadizo, quizás, como esos hierros candentes que ellos tan bien moldeaban. Ser su oficial, no era cosa fácil, pues, ellos exigían que sus ayudantes fueran igual de expertos. Tipos recios y duros como ellos, no admitían debilidades. Al final de la jornada, uno quedaba rendido, física y anímicamente; pero hay que reconocer, que eso fue una magnífica escuela. A veces cantaban mientras trabajaban, o reían por algún chiste, para luego dar rienda suelta a su variado y surtido repertorio de “finos” garabatos, que no iban dirigidos a nadie, pero que, implícitamente, estaban orientados al torpe oficial de turno...
En nuestro taller había un maestro herrero; José Penna se llamaba; parecía ser depositario de todos esos atributos y por quien, ahora echaré unos versos:

En un viejo taller perdido en la bruma del recuerdo,
con paredes que un día blancas fueron,
ora canta, ora blasfema,
el viejo herrero de las manos de oro.

¡Qué estimulante y agradable es escuchar el sonido inconfundible, que produce el golpe del martillo sobre la templada forja. Hasta donde estábamos, allá en los confines de los talleres, llegaban sus melodiosas vibraciones, y era como un canto al trabajo, y así debe ser, puesto que esa noble profesión, fue de las primeras del hombre, en los albores de la Humanidad!
¡Herreros del ayer, que se fueron por el tiempo y el recuerdo!
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